Apego y Transitoriedad – JotaJ
Meditación Mente

Apego y Transitoriedad

28 octubre, 2012

En este artículo va a encontrar:

  • Un accidente revela la naturaleza fugaz de la vida
  • Un ejemplo de cómo los apegos causan tensión

Un punzante Heraldo

Domingo 30 de Septiembre, 2012. 3:21 PM. Mientras iba cayendo lo único que pensaba era “¡ojalá que Titus (mi gato) no se golpee!”; lo llevaba en mis brazos cuando empecé a bajar las traidoras gradas. Al golpearme contra el piso me di cuenta que, en pleno vuelo, él se había escapado de mi agarre y  había disfrutado de un aterrizaje delicado. Entonces llegó:

Mi cerebro solo registraba una sensación: dolor. Caliente, eléctrico, atemorizante: dolor.  Imágenes en mi nervio ocular: una ambulancia, llamadas a anunciar el percance, seguros, etc… todas en una fracción de segundo. Luego, me atreví a mirar hacia abajo esperando encontrarme con un espectáculo digno de la serie “Jackass”. Quizás un hueso asomado entre la carne, un pozo de sangre, en el mejor de los casos ver mi pie en un lugar donde –definitivamente- no debería estar. Con la evasiva de alguien que mira dentro de un escusado público, miré…

Gran alivio. Todo estaba en su lugar, sin embargo el dolor seguía latiendo. Titus se relamía en mi escritorio como si nada pasaba. Yo tirado en el piso sin poder moverme. Tan pronto el dolor traumático empezó a menguar me saqué el zapato y gateé hacia el congelador para sacar la bolsita de gel helado que espera éstas ocasiones.

Titus, sano y salvo

La mañana siguiente

Anicha, anicha, anicha… Como las chicharras Guanacastecas. Realmente se escribe “Anicca”, pero se pronuncia  algo así como anicha, y significa transitoriedad.  Si los estudiantes de termodinámica dicen que toda la energía (toda, toda) se transforma de una forma a la otra. Los estudiantes de budismo están condenados a escuchar que todo (todo, todo) se transforma y no para de transformarse. Anicha, anicha, anicha una y otra vez.

Gracias. Muy productivo. Puede estar usted exclamando con una sonrisita de medio lado.

¡Ah! Pero no crea que es tan banal el asunto… ¿qué tal si mañana por la mañana la taza de Fruit Loops que siempre está allí ya no está?, o –Dios guarde- levantarse y que el recipiente del Café revele despiadadamente que se le olvidó comprar más… Esto para evitar las ilustraciones verdaderamente terribles.

Es en esos momentos cuando la rutina (o la ruptura de la misma) revela trágicamente que nos hemos apegado miserablemente a condiciones cuya naturaleza fundamental es –precisamente- un día estar allí y al otro no. Ah… el mundo del apego. Los budistas profesan que la prevención a los azotes del apego es la meditación.  Pero, ¿qué pasa cuando uno se apega a meditar todas las mañanas? … de cierta manera.

Si no es paradójico, no es tan cierto

Si alguien pone en duda las cualidades mágicas de la meditación. Que medite 30 minutos para que compruebe en carne propio las facultades de materialización de esta práctica. De un único mosquito, a picazón en la nariz; de la clásica motoguadaña del vecino a la más empalagosa canción de Maná en “repeat” (mismo vecino). No importa cuán bien uno trate de elegir el momento para meditar a los 5 minutos algo se va a presentar. No voy a decir “lo he visto todo”, pero no he visto poco. Nada, sin embargo, me pudo disuadir de abortar la sesión de meditación de esa mañana siguiente cuando mi tobillo recién lastimado dijo un recóndito: no. No iba a poder sentarme en mi colchoncito especializado a meditar. Bien, me dije, cuestión de una un par de días y todo estará de vuelta a la… rutina.

Este año compré una libretita donde, después de cada sesión, apunto la fecha, la duración y alguna pequeña anotación sobre si me pude concentrar, o no. Como trofeos de caza tenía en la libreta ya varias semanas ininterrumpidas de meditación matutina. 15 días de sesiones vespertinas de 60 minutos (marcados 60”) de Vipassana… ¡bravo!, ¡bravísimo! Ah… el apego.

Por más que traté no logré meditar sentado en una silla normal, los apoyos de los brazos resultaban incómodos para quedarse en la misma posición por 60 minutos. De alguna manera las patas cursadas en medio loto sobre el piso no era tan incómodo. Ah, el apego. Como una vergonzosa mancha de tinta que se seguía haciendo más grande, los días seguían pasando en mi libreta: 20”, 27”, 0, 0 31”… ¿Por qué no se me cura el puto pie?

Como Morgan Freeman

Más de una vez me he tenido que remitir a la clásica escena en la peli Sueños de libertad (The Shawshank Redemption) cuando Morgan Freeman le dice a la junta de liberad condicional: “¡me vale mierda!”.  No por el despliegue de irreverencia sino porque me recuerda que es cuando me desprendo de la ansiedad excesiva por lograr las cosas que –paradójicamente- las cosas salen. Creo en ver las cosas como son, sin tirar neuróticamente para aparentar estar radiante de felicidad ante una evidente catástrofe, ni tampoco vaticinar (y vivir anticipadamente) la peor desdicha sin una traza de razón.

Simplemente observar los retos de manera racional y tratar de reaccionar coherentemente. En efecto, así fue con mi tobillo: respirar hondo, informarme con especialistas y adaptarme. La terapeuta dijo: esguince y vaticinó de 2 a 5 meses de recuperación. Así que en vez de ponerme la meta de recuperarme en 5 días puse la mira en adaptar mi rutina de meditación. Terminé encaramando el almohadón de meditación en la silla con los apoya brazos y ¡servido!

Hoy marqué el 7º día de 60” en mi libreta y creo que va mejorando la cosa. De aquí hasta que la naturaleza se encargue de mi tobillo, voy a estar bien. ¡Me vale mierda!

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